Entre mustios recuerdos y casi sin darme cuenta, debajo del ala izquierda del avión se armó la imagen de un pequeño terruño rodeado de mar, como migas de pan desparramadas sobre un mantel celeste y ondeado. Era una isla a veintiocho mil kilómetros de mi hogar. Ya el ala tapaba la mayor parte de su superficie y el avión, girando con suavidad, se alejaba para enfilar tangencialmente hacia el aeropuerto. “¿Quién me trajo hasta aquí? ¿Qué sentimiento me arrastra?”. No podía dejar de pensar en si valía la pena. Entonces volvió a mí el diálogo con mi maestro, quien me repetía “¡Estás loco!”, mientras, por otro lado, me ayudaba a juntar plata, me conseguía cartas de presentación y se reía. Recuerdo que acepté un dinero equivalente a quince veces mi sueldo y así sellé el compromiso de aliento y confianza que Francisco (un compañero de práctica mayor que yo) propuso al decir: —¡Me gusta cómo emprendés las cosas! Te ayudo porque sé que vas a poder.
Creo que mi hermano Jaime, con sus seis años, y yo teníamos la misma fantasía, ya que cuando nos despedimos le dije al oído: “Voy a buscar un samurai ”, y él se quedó mirándome con la boca abierta. Pero muy lejos estaba viendo, como yo, caballos, espadas y soles llenos de acción, y soltó una carcajada con la que supe que apoyaba mi decisión.
El tren de aterrizaje interrumpió mis pensamientos haciendo temblar el fuselaje al rozar el suelo de la isla. El Jumbo frenó en poco espacio de una manera singular. Pensé: “En la vida se vive o se habla sobre cómo vivir. Se siente, se escribe, se filma, pero lo único verdadero es simplemente vivir. A veces, aunque parezca inalcanzable o no creamos poder animarnos, uno tiene que ser…, lo que no es poco. Hoy me toca animarme. Legítimamente el tiempo, el espacio y la vida están aquí adelante, para que podamos tomarlos”. Llegué. El solo hecho de estar esperando las valijas en el aeropuerto de Okinawa, lleno de sonidos y gentes diferentes, de carteles ilegibles escritos en japonés, tuvo un impacto tan fuerte en mis sentidos que despertó, como un imán que a flor de piel todo lo quería absorver, lo quería sentir… Todas y cada una de las cosas que sucedían las quería vivir… [Continuar leyendo]
Texto extraído del libro: Las manos de Okinawa
Autor: Luis Alberto Vázquez –7º Dan– Kodokan
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