Era domingo, 15 de septiembre de 1985. Yo tenía 14 años y viajaba en el auto con mis padres por la Avenida General Paz, desde Migueletes hacia Liniers. No recuerdo exactamente a dónde íbamos, pero sí recuerdo que la radio estaba encendida. De pronto, el locutor anunció una noticia que me sacudió: “Pedro Fattore se consagra Campeón de todas las artes marciales en el Estadio Luna Park”.
Mi reacción fue inmediata: “¡Ese es mi profesor!”.
El martes, como todos los martes, jueves y sábados, fui a mi práctica de karate en River. Apenas llegué, no pude contenerme y le comenté:
—Escuché que ganaste un torneo.
Él, con su habitual serenidad, respondió simplemente:
—Sí, me fue bien.
Y eso fue todo.
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Hasta ese momento yo no tenía la menor idea de que mi profesor era un gran campeón. Lo supe recién ese día, y sin embargo, lo viví como algo secundario. Porque lo verdaderamente importante de Pedro Fattore era lo que sabía transmitir, su don de gente, su manera de ser maestro y amigo a la vez. Dentro y fuera del tatami.
El Torneo de los Campeones
El 2º Torneo de los Campeones, organizado por la revista Yudo Karate, fue uno de los eventos más icónicos en la historia de las artes marciales argentinas. Se celebró en el mítico Estadio Luna Park, bajo la conducción del recordado Juan Alberto Badía, y convocó a competidores de todas las disciplinas. En aquel escenario, donde resonaron las peleas más memorables del país, Pedro Fattore se alzó con el título de Campeón de Campeones, demostrando una superioridad indiscutida.
Pero lo que marcó a quienes lo conocimos no fue solo esa victoria histórica, sino su manera de llevarla. Nunca hubo en él ostentación ni alarde, apenas una sonrisa tranquila y unas pocas palabras.
La humildad como legado
Ese episodio en el Luna Park, que quedará grabado en la memoria del karate argentino, refleja también la esencia de Pedro: un hombre que, a pesar de los títulos y reconocimientos, jamás se hizo de elogios. Para sus alumnos era, antes que nada, un guía. Un ejemplo de disciplina, de constancia y de humanidad.
Cuarenta años después, el Torneo de los Campeones no solo se recuerda por la magnitud del evento, sino porque allí brilló alguien que nunca buscó brillar, y que sin proponérselo se convirtió en un faro para generaciones enteras de practicantes.
Gracias Sensei, por mostrarnos que el verdadero triunfo no está en levantar un trofeo, sino en la humildad de enseñar y en la grandeza de compartir.
Autor: Ariel Garofalo
Director de Mokuso
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